Negociación y combate: una elección no siempre sencilla.

Andrea Finkelstein

La negociación tiene mala prensa, tenemos que admitirlo. Aquellos que trabajamos en negociación, nos resistimos a menudo a asimilar que el enfrentamiento, el enojo, o el combate en cualquiera de sus formas, sigan gozando de mejor prestigio que aquélla.
Y es que en el imaginario social, la negociación se insertó en narraciones colectivas vinculadas con lo turbio, lo oscuro: lo opuesto, en suma, a esa transparencia anhelada que nunca parece llegar. Transparencia, claridad, honestidad, son palabras que parecen refractarse al hablar de negociación. Los manejos políticos, los “negocios” de grandes empresas que trascienden como escándalos públicos, han colaborado seguramente a esta concepción, que hoy arraiga en lugares muy sensibles a la opinión pública. Traiciones, sobornos, arreglos ilegales, pactos “non sanctos”, resuenan como vocablos afines a la negociación.
La lucha conserva en cambio el aura romántica, la mística que se emparenta con la defensa de lo justo, lo épico, la fortaleza, la entereza o la dignidad. Y en muchos casos, por supuesto, es ésta una percepción absolutamente ajustada a las circunstancias.
El tema, a todo evento, es poder discernir cuándo combatir y cuándo negociar. O cuándo el combate es la antesala para sostener una negociación mejor posicionados, y no un valor en sí mismo a nutrir y esgrimir por el resto de nuestras vidas.
El descrédito en que ha caído el sistema judicial en los últimos largos tiempos no colabora a resolver estas encrucijadas. Sospechada la negociación y desacreditada la pelea que se acepta como legítima en una sociedad civilizada,
¿qué nos queda?
En el ámbito personal, lucha y negociación se insertan en las representaciones de cada sujeto acorde a su cosmovisión, a la visión que tiene de sí mismo, de los demás, del otro en la pelea y de la imagen de sí mismo que pretende ver reflejada en los demás. En este sentido, a menudo la negociación puede inscribirse como algo disvalioso, que vulnera precisamente aquello que el sujeto tiende a proteger.
Sin la presencia de algunas condiciones, pues, la negociación no puede discurrir por los andariveles de la colaboración. Pero aún en el marco de la competencia podemos hallar mínimos ineludibles para la viabilidad de un proceso negocial.
Por ello, quien va a embarcarse en una negociación, deberá sincerarse consigo mismo a los fines de evaluar la viabilidad del proceso, los esfuerzos a invertir, y en definitiva, si la necesidad de combate puede verse satisfecha con  una negociación más o menos dura o si sólo encontrará alivio en una contienda real. Porque aún la negociación competitiva lleva implícita la prosecución de un acuerdo. Por más lejos que se encuentre de la colaboración, por menos que interese el cuidado del vínculo con el otro, por más excluyentes de las propias aspiraciones se perciban las aspiraciones del otro, negociar implica propender al acuerdo. Y para ello, decíamos, también es necesaria la presencia de condiciones mínimas.
Repaso, con algunos ajustes, el análisis que hicimos con relación a las condiciones que debe reunir un sujeto para transitar una mediación en Acerca de la Clínica de Mediación,1 recientemente publicado.
En primer lugar, nos referimos a la asunción del conflicto por parte del sujeto. Asumir el conflicto implica hacerse cargo del mismo, con la consiguiente apropiación de la autoridad para resolverlo.
En segundo lugar, el reconocimiento del otro en la disputa en tanto sujeto legitimado para interactuar, para conversar, aún para disentir. Cuando el otro es puesto en el lugar de quien no tiene palabra, cuando se aplica la lógica de la exclusión, cuando se le asigna a la palabra ajena la intención de destituirnos de lo esencial, el proceso de negociación, que es un proceso de a dos, no tiene cabida.
Por último, cabe reconocer como condición para negociar cierta plasticidad psíquica, es decir, la capacidad de albergar nuevas hipótesis o interpretaciones.
En una oportunidad, me tocó asistir como mediadora a una negociación entre dos partes: por un lado, un señor mayor a quien a través de una estafa le habían sustraído una hijuela de la sucesión de sus padres, para luego vender el terreno. Por la otra, una pareja de mediana edad, al decir de ellos compradoras de buena fe de dicho terreno, sobre el cual habían construido su nuevo hogar. Asistió también el escribano que había obrado en la operación fraudulenta, según él, también burlado en su buena fe. Ambos habían sido sobreseídos en la causa penal, lo que de todos modos no había alcanzado para disipar las dudas del hombre estafado. A la negociación asistió en lugar de este último su  hija, cuidando en principio la salud de su padre, a quien no quería exponer a un proceso negocial. El mismo resultó arduo y prolongado, pero con resultados auspiciosos: la oferta final alcanzó el 75% de la valuación del terreno. Los representantes del titular del terreno se daban por satisfechos. La  negativa de éste cuando fue consultado, ofendido de que lo obligaran a “vender” y ni siquiera le entregaran el precio de lo que le “compraban”, hizo subir la propuesta, para sorpresa de todos, al 100% del valor del terreno. El tema estaba concluido. Eso creímos, porque a la hora de firmar el convenio, el hombre vociferó: “mi firma no estará de ninguna forma junto a la de quien me estafó”. El acuerdo se había evaporado. 2
El caso ejemplifica de alguna manera lo que venimos analizando. En este supuesto, es claro que faltó, desde el inicio, el reconocimiento del otro como parte idónea para negociar en el conflicto. No es necesario que el sujeto atribuya al otro un corazón noble o buenas intenciones, pero sí la legitimación para negociar. Cuando la palabra del otro es despojada de todo valor, cuando se espera la de un tercero para suplir la del sujeto “tachado”, o cuando se busca la “verdad objetiva”, estamos ante indicadores francos que nos revelan la inviabilidad del proceso de negociación.
¿Qué significaba para este hombre “negociar”? ¿Y qué negociar con esos sujetos en particular? ¿Cuál era la visión que quería tener de sí mismo en esa situación? ¿Cuál la de la otra parte? ¿Qué valores estaban en juego para él? ¿Por qué no alcanzó ni siquiera el liso “allanamiento” a su reclamo? Buenas preguntas para que nos hagamos antes de iniciar un proceso de negociación, y para elegir, con todo derecho, entre la negociación y el combate.



1 Acerca de la Clínica de Mediación, Aréchaga, Brandoni, Finkelstein, Ed. Librería Histórica, Bs. As., 2004.
2 Caso relatado en toda su extensión en la obra antes mencionada bajo el título “Negociando con el enemigo”, pags. 66 a 69.

Fuente: Revista La Trama
http://www.revistalatrama.com.ar